LA MÁQUINA DE COSER
VICENTE RIVA PALACIO
Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que
las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas
que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de
coser. Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su
hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de
combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que
sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en un
naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la
máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas como el más
lujoso de los ajuares. Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al
trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero
aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble,
alguna prenda de ropa. La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En
su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a
ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser. Don
Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la
mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y oía
el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro
de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en
verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía,
se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y
siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo. ¿A qué hora dormían aquellas
pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba
vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo. Pero al fin
llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel amiga: el casero
cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar uno; era el verano, y las
señoras que podían protegerla no se hallaban en Madrid; estaban unas en
Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander; y el
administrador se mostraba inflexible. No había medio; empeñar la máquina o
salir con ella a pedir limosna en mitad de la calle. Cuando Marta vió que don
Pablo el portero cargaba con aquel mueble, esperanza y compañía de su juventud,
sintió como si fuera a ver expirar una persona de su familia. Salió el portero;
Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la máquina, miró el polvo en
el piso, dibujando la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si se
hubiera quedado huérfana en ese momento. Todo lo por venir apareció ante sus
ojos. Pan y habitación para un mes, ¿y luego? … Se cubrió la cabeza, se arrojó
sobre su cama y comenzó a llorar silenciosamente, y como les pasa a los niños,
se quedó dormida. Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa para
almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa bandeja de
plata le presentó su camarista. El General la abrió, y a medida que iba
leyéndola se acentuaba una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en
una carcajada. – Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus
invitados-, ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón
la compra de una máquina de coser. – ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura?
-preguntó sonriendo uno de los amigos. – Buena está ella para eso, que ya no ve
-dijo el General-, pero quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora
de Segovia, y quiere que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo
toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! … Zapata, ¡dí a Pedrosa que
venga en seguida! Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos
sabían que el General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no
le contradijeran y que le sirviesen al pensamiento. Los otros criados
comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos después se presentó Pedrosa.
– Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana; que
se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser; va usted a
comprarla en seguida. – Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina. – Yo
no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa. Que
esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de máquinas? – Sí, mi General. –
Pues en marcha. Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de
fatiga. – Ahí está ya la máquina. – Bien; arréglela usted para que pueda ir
esta tarde por el tren; pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de
esas máquinas, que no las conozco. – Pero, mi General -dijo uno de los
convidados- ¿querrá usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una
modista? – Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de
honor, como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que
menos funcionaba durante mi visita. Entraron la máquina al comedor; rodeáronla
todos, y cada uno de ellos daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían
moverla de un modo y de otro, todo con la más perfecta ignorancia. – Está bien
cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha que la mandó
empeñar… ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el desprenderse de este
mueble, obligada por la necesidad. – Quizá le sopló la fortuna y no quiso
trabajar más -replicó uno de los comensales. – Doctor -dijo el General-, nadie
empeña cuando sopla la fortuna. Algo daría yo por saber de quién era esta
máquina. – ¿Y para qué? – Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha
desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene todavía; yo compraría
otra para mi hermana, si ella regala una máquina, ¡por qué no he de regalar yo
otra? Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de
llevar adelante, se apresuró a decir: – Sí mi General quiere, por los papeles
que dan en el Monte de Piedad puedo yo saber quién era la dueña. – Pues en
seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina hasta
entregarla a la pobre mujer que la empeñó. – Mi General, ¿y si me preguntan de
parte de quien voy? – Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte
de una señora; invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no
más que no suene mi nombre para nada. Pedrosa salió apresuradamente, y todos
volvieron a tomar sus respectivas tazas de café. En un alegre piso de la calle
del Varquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que
era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos
o tres amigas suyas estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven
Marqués que cubría los gastos de aquella casa. La sobremesa se había
prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas, y la madre de Celeste entraba
y salía disponiéndolo todo, que aunque nunca había tenido grandeza, había
servido en casas en donde la grandeza era el estado normal. Repentinamente sonó
la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó la puerta, y pocos
momentos después entró la doncella, que era una francesita con humos de gitana,
y dirigiéndose a celeste le dijo; – Señora, un hombre que trae una máquina de
coser para la señora. – ¿Para mí? -dijo con gran admiración celeste-. Se habrán
equivocado de cuarto. – Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora. –
¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí. La doncella
salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los convidados a propósito
de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la puerta, esperaba también
con curiosidad. El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del
comedor y se retiró inmediatamente. Celeste se levantó sonriendo, se acercó al
mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con mano
trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido, dirigiéndose a
la mujer que estaba en la puerta. – ¡Madre, nuestra máquina! Y se inclinó sobre
el mueble silenciosamente. Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas
lágrimas desprendidas de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes
del aparato. – ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga
quién manda esto. Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que pasaba,
y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, conto todo, todo, sin ocultar
el nombre del General. Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose,
le dijo a Pedrosa: – Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco
este regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia;
llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero ver,
porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa mujer
honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser
precipita a una joven en el camino del vicio… pero no, espere usted un momento.
Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó a su
gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo, ya
comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó
allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa le dijo:
– Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la máquina, y
que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la muchacha honrada para
la joven de Segovia.
16 comentarios:
este cuento esta bien emocionante y entretenido
el cuento es corto y tine mucho de la vida real podria pasarle a alguien ......
el cuento de la maquina de coser es muy interesante (Y)
el devate del grupo 254 creo que fue el mejor de todos explicamos mejor las cosas
el cuento era muy entretenido
Me gusto el cuento porque habla de algo muy constante en Mèxico que por fatlta de dinero las mujeres puedan llegar a vender sus propios cuerpos
Gomez Pacheco Alexis Ivan
Grupo:269
este cuento es muy interesante y es muy bueno
ami me gusto mucho la obra por que habla de lo que nos pudiera pasar a quien sea
algo que no me gusto es que se volvieran prostitutas por que hai mas cosas de como ganarse la vida
las cosas que pasan por no tener dinero
me gusto que el comandante que se preocupara por alguien que no fuera el
me gusto que la señora guardara el carrete de hilo se me hizo un buen detalle de ella recordando quien es
ami me que el que el mayor domo le dijera a la señora quien se lo mandaba
. Asi se sigue viviendo y nadie hace por nada es cruel verlo asi y realmente es admirable ver qe alguien lucha por salir adelante llegando a dar cosas tan preciadas (sacrifisios) y que son fuertes y cuando se deja vencer no tarda en levantarse (Niño P.
. Asi se sigue viviendo y nadie hace por nada es cruel verlo asi y realmente es admirable ver qe alguien lucha por salir adelante llegando a dar cosas tan preciadas (sacrifisios) y que son fuertes y cuando se deja vencer no tarda en levantarse (Niño P.
Malo qe no participamos la mayoria
(Niño P.)
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